Esta semana se estrena Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres, la última película de David Fincher, para muchos uno de los mejores realizadores contemporáneos.
Un remake de la famosa trilogía (literaria y cinematográfica) imaginada por el escritor sueco Stieg Larsson en la que encontramos asesinatos, secretos familiares, nazis arrepentidos (y otros no tanto), misterios y una extraña historia de amor (por llamarla de alguna forma) entre una hacker ciberpunk asocial e inestable y un periodista de investigación que acaba de ser condenado por difamación.
Una trama ya de sobras conocida por (casi) todos y que el cineasta norteamericano ha respetado bastante. El resultado es una obra bien construida pero que seguramente intente abarcar en exceso la complejidad del texto original en una sola película. En este sentido, Millenium es a la vez demasiado larga y demasiado corta. Larga porque incluye una serie de detalles (la rápida venganza a Wennerström, la historia de la familia Vanger, la hija del protagonista…) que resultan intranscendentes y/o superficiales para la trama de esta película. El asunto sería diferente si nos encontráramos ante la primera parte de una saga (seguramente sea así). Y corta (justamente) porque invita, como en el caso de los libros y de la versión sueca, a desarrollar la historia en entregas posteriores. Ni lo bastante larga para ser fiel (aun) a la profundidad del libro, dicen los que lo han leído, ni demasiado concisa y provocadora para resultar una obra impactante y una reinterpretación personal del mismo. Por querer abarcarlo todo, parece que Fincher se ha quedado un poco a medias.
Otra cosa es el indudable dominio técnico y estético del realizador. Un estilo depurado, directo, con aires neoclásicos muy bien dominados, en el que los juegos con los referentes estilísticos y narrativos conocidos ponen de manifiesto el virtuosismo formal del cineasta. De esta manera la típica escena de persecución, suspense y enfrentamiento final evita con acierto la consabida dilatación temporal y la apoteosis liberadora para ofrecer unos planos densos, eficaces y relamidos en los que no falta la ironía postmoderna (el guiño a la música de Enya) o la complicidad con el espectador (la explosión del coche).
El indudable savoir faire visual de Fincher está al servicio de una obra de factura clásica (algo que empieza a ser habitual en el cineasta últimamente con obras como Zodiac y The Social Network) en la que destacan algunos destellos de genialidad, como la portentosa actuación de Rooney Mara (la ciberpunk Lisbeth Salander) o la impresionante (doble) escena de violencia sexual. Sin olvidarnos de los fascinantes títulos de crédito con música de Karen O., Trent Reznor (de Nine Inch Nails) y Atticus Ross (una versión de Immigrant Song de Led Zappelin) que plasman perfectamente el lado oscuro de lo que el filósofo Zygmunt Bauman llamaba la “modernidad liquida”. Una manera perfecta de empezar esta destacable e interesante película pero en la que se echa de menos algo de la radicalidad estética y ficcional del Fincher de los inicios (Fight Club o Seven) para llegar a ser una obra realmente destacable.