¿Lo escucháis? No es el silencio. Ojalá. Es el ruido. Y la furia. Pero sobre todo el ruido, el ensordecedor repiqueteo amplificado desde las redes. El estruendo de algunas cacerolas fuera de cocinas. El vociferante “debate” oficial. Pero es un ruido sordo, ininteligible, como si la comanda la cantara Henry Rollins harto de carajillos.
Y así, con el noise como banda sonora de la desescalada, no hay quien guise una opinión al chup chup. Pocos mundillos como el del comer y beber generan tanto bit. Sin casi fake news ni de un Merlos Place que llevarnos a la boca, aunque mejores cosas tenemos que llevarnos, que de bocazas vamos servidos. Repasemos, que hay ración para todos. Con las manos desinfectadas, por favor, y si es con hidrogel procedente de alguna destilería cercana, que así sea. Ahora mismo, unos se activan como pueden y otros se paran a pensar en (el) más allá. El momento es crítico: la hostelería vive un impacto total, se ve en peligro de muerte.
Pero la gastronomía es algo más, lo impregna todo y trasciende sectores, por lo que la seguiremos celebrando, confinados o no. Que cunda el puchero, el aperitivo y, ejem, el “valor añadido” de las personas.
Porque el bar y el restaurante siguen a verlas venir. En Corea volvieron a cerrar, en un mal síntoma. En alguno de Tailandia sientan a comensales junto a osos de peluche, mientras en uno de Washington la distancia social se establece con maniquíes de época o en uno de Carolina del Sur con muñecas hinchables algo espeluznantes. Para repeluco, esos simpatizantes de Trump que entran en un Subway a pedir un bocadillo con el bazoka en bandolera. Toda una garantía de que nadie se te arrime a toserte fuerte y no la de ese restaurante sueco de una única mesa aislada en el campo. Menudo aburrimiento.
Ay, el cum edere de voz latina, ese “comer con” que puede estar en cuestión (como todo). Comemos para compartir, una necesidad tan nuestra que socializa el acto de tragar. Aun así, podrían llegar consecuencias beneficiosas. Tejer una red de barrio en torno a la alimentación ya estaba sobre la mesa. Si el pequeño comercio o los mercados entrarían en las órbitas concéntricas fuera del núcleo urbano, ¿por qué no los restaurantes? ¿O los bares e incluso las coctelerías? ¡Coctelerías de barrio ya, copón!
No se trata de frivolizar, vistas las colas para hacerse con bolsas de comida en barrios como Aluche. Pero es que tememos que la criba de restaurantes que anticipaba la burbuja pre-Covid sea ahora descarnada, y no por los mejores motivos. La tosta de aguacate seguirá ahí cuando todo pase pero no así muchos negocios de siempre que se habrán esfumado cuando salgamos de casa, que viven al día y nunca fueron instagrameables.
¿Reaprenderemos a disfrutar de la experiencia sin la obsesión por compartirla con desconocidos? En ese futuro puede que las cartas de los restaurantes estén mejor contadas o que la cerveza sea tirada por brazos robóticos. Puede que el cliente tenga la razón sí o sí desplazando la vanidad del chef de su eje gravitacional. ¿Hemos recordado ya que Adrià sigue empeñado en parecerse a su personaje chanante?
Sí sabemos que Noma, el templo gastronómico danés, reabre en formato casual sin que lo reconozca ni la madre de Redzepi, que nos vamos a poner finos y gochos con El Goxo, el reparto de platos caseros con el sello de David Muñoz, que nos hemos comido las gallinejas de Casa Enriqueta en take away el mismo día que se cumplía el 80 aniversario del primer McDonald’s. O que cuando empezábamos a concienciarnos de su impacto contaminante, el maldito bicho ha terminado por enterrarnos en plástico profiláctico.
¿Y quién será esencial? En la web Eater descubrimos que hacerse un Kortajarena no es tan raro. “¡Estoy arriesgando mi salud por tu comida grasienta!” exclama la autora de este relato de realidad anti-heroica, una camarera que como trabajadora “esencial” pide reposicionar nuestra empatía hacia esos trabajos “poco cualificados”: reponedores, cajeros, agricultores, pastores… La inmigración, el mantenimiento del status quo, la beneficencia como lavado de imagen, los porcentajes de las plataformas tecnológicas de pedidos… Casi nada.
Por eso satisface colaborar con @eljardindelcocinero, para que, al grito de “nos ponemos en marcha”, el flujo de sus flores comestibles no decaiga. Otros se las arreglan para activar sus terrazas y servicios delivery. Pero otros prefieren esperar (si se lo pueden permitir) a que escampe, parar para coger impulso y no dar un mal paso. Reflexionar, pensar, respirar. Nos hace falta a todos.