50 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE GIJÓN
La quincuagésima edición del Festival Internacional de Cine de Gijón venía precedida de polémica. La tosquedad en las formas del cese en la dirección de José Luis Cienfuegos, el entregado profesional que durante los dieciséis años en su cargo dotó de brío y lustre a una cita obligada en las agendas de cinéfilos (de oficio y oficiosos) dentro y fuera de nuestras fronteras, y los desafortunados comentarios del nuevo director, Nacho Carballo, poco antes de su precipitado nombramiento, generaron una legión de indignados que dejó las bitácoras echando humo y generó una cohesión sin igual en el gremio, hasta el punto de que algunas de sus figuras más destacadas (cineastas, periodistas, actores y críticos) suscribieron un manifiesto que hacía pública su oposición a la decisión tomada por los hombres grises y su negativa a volver a un festival que, de acuerdo a las intenciones de reforma anunciadas por Carballo, se preveía a todas luces descuartizado. Asumidos estos más que justificados presagios, y consciente al mismo tiempo de que lo hipotético es enemigo de lo empírico, servidora decidió dejarse guiar por lo segundo y, lidiando a duras penas con mi complejo de tránsfuga, tomar el pulso in situ al trabajo realizado por la nueva organización.
Comenzamos con una reflexión semiótica, pero reveladora. Dicen los expertos que el lenguaje, lejos de asumir un papel pasivo en su relación con la realidad, no sólo las describe, sino que las crea. Y, sobre todo, revela actitudes. Denotación y connotación. Y, si bien no resulta ético juzgar la calidad de una obra (o su conjunto) por el cariz ideológico de sus creadores/programadores, sí resulta digno de mención el antagonismo que el nuevo rumbo del festival presenta respecto a la línea acuñada a lo largo de los tres lustros precedentes. El guión de la gala de inauguración y una breve ojeada a las sinopsis (valorativas) de las películas en el catálogo lo confirman: lo que en el lenguaje del anterior equipo (y en el de Cristian Mungiu) recibía el nombre de fanatismo hoy se llama fe; la libertad sexual es promiscuidad; las rupturas amorosas generan “monógamos en serie” y el “ama de casa” es “obediente, fiel y conservadora”. ¿Afecta este nuevo enfoque a la programación? No parece que así sea: obviando una bochornosa e innombrable paletada paternalista que deja a lo más zafio de la época del destape a la altura de Fassbinder, algunas (pocas) de las películas seleccionadas podrían haber figurado también, con una lectura opuesta a la actual, en un programa surgido del imaginario Cienfuegos. Eso sí, la mera inclusión de esta entrega póstuma de Cine de barrio firmada por Emilio R. Barrachina en la sección oficial supone un descrédito imperdonable para cualquier programador en sus cabales y una evidencia apoteósica de la deleznable cinefilia (incompatible en lo más profundo con el tipo de sensibilidad que el cine de autor contemporáneo exige para su comprensión y disfrute) a cuyo albor se gesta hoy la selección de películas del festival.
Lo que nos lleva al quid de la cuestión: ¿qué calificación merece lo que se ha podido ver en Gijón? Consultando las credenciales de las películas seleccionadas a concurso, todo apunta a que los organizadores han seguido a la lógica del “descarte”, haciéndose con aquellos títulos que han pasado sin pena ni gloria por el inagotable reguero de festivales internacionales de segunda categoría (¿Sarajevo? ¿Miami? ¿Slamdance?). ¿Ineptitud profesional o falta de presupuesto? Ambas cosas, probablemente. Los recortes de Cajastur, antaño patrocinador principal del festival, han mermado, a buen seguro, los recursos necesarios para adquirir películas de calidad. Algo que, unido a unas afinidades electivas más que discutibles, ha redundado en una colección de obras en su mayor parte descafeinadas e insípidas, cada una con su propia trampa-gancho (sentimentalismo, superación, denuncia social y política, dicotomía triunfadores-perdedores…). Hay, con todo, unos cuantos títulos que escapan a esta oquedad emocional y argumental, tocando la fibra sensible de quien escribe estas líneas. Tal es el caso de “Epilogue” (ganadora de los premios al Mejor Actor y Mejor Guión), cuyo realizador, ex militante de un movimiento juvenil socialista en Israel, extrapola su experiencia al matrimonio de ancianos que protagoniza la película, mostrando el empecinado idealismo de él y el amargo desencanto de ella tras una lucha por el cambio que quedó en agua de borrajas. Amir Manor retrata la solitaria y precaria rutina de la pareja sin caer en la condescendencia, mostrando cómo en ocasiones es una sociedad utilitarista y pragmática la que despoja a los mayores de su dignidad, empujándolos a desear poner fin a sus vidas. Memorable es también “Children Of Sarajevo”, en la que Aida Begic recoge el difícil devenir de dos hermanos engendrados durante el conflicto de los Balcanes, con un personaje femenino admirable en la valentía de su lucha contra la extorsión y contra unos servicios sociales que generan más conflictos que soluciones. Una interpretación para el recuerdo que, sin embargo, no fue recompensada con el premio a la Mejor Actriz, que fue a recaer sobre la protagonista de “The Patience Stone”. En esta película afgana, una mujer desnuda su alma ante un marido inconsciente y malherido por la guerra, revelando, al estilo de “Cinco horas con Mario”, secretos y pulsiones profundamente irreverentes con los dogmas que deberían guiar el comportamiento de una buena musulmana. Religiosa también es la raíz del conflicto que plantea “Beyond The Hills”, la película que sembró la discordia en el pasado festival de Cannes. En ella, una joven desarraigada decide ingresar en un monasterio para pasar el resto de su vida junto a la chica de la que está enamorada, pero la colisión entre su rebeldía y el fanatismo de sus miembros acabarán en tragedia. Cambiamos de escenario para mudarnos a la tierra de las oportunidades en “California Solo”, un título de lo más elocuente para retratar la condición de un ex guitarrista de un grupo de britpop (un inconmensurable Robert Carlyle) que hace de América su refugio para evitar enfrentarse a un pasado traumático y doloroso. Un castillo de naipes que se tambalea cuando una fatalidad fortuita amenaza con deportarlo a su Irlanda natal. Un drama contundente y realista que bucea en los abismos del dolor, en el que la abnegada lucha y la caída en picado de su protagonista, un superviviente de piel dura y corazón magullado que en su sempiterno camino sobre la cuerda floja siempre prima pragmatismo sobre dignidad, puede hacer reventar de empatía a las almas sensibles. Por lo demás, la mediocridad no merece ocupar el tiempo del lector ni el mío y poco queda por decir de un festival al que, a juzgar por las butacas vacías y el exiguo repertorio de medios asistentes, sólo hallazgos como los citados eximen de expedir, definitivamente, su certificado de defunción.