BOYHOODPOR FIN EN CARTELERA BOYHOOD DE RICHARD LINKLATER

“La vida es un largo río tranquilo”. Aunque a buen seguro la humildad de Richard Linklater le impediría tratar de condensar lo inaprensible desde un enunciado tan expositivo, el axioma elegido por Étienne Chatilliez como título de su opera prima es lo primero que viene a la mente tras el visionado de “Boyhood”: un barquero que avanza lenta y armónicamente sobre el caudal, amoldándose a la corriente, modulándola, meciéndose entre una y otra orilla, contemplando el paisaje mientras sus brazos y sus remos le ayudan a avanzar hacia algún lugar por descubrir. Como reverso de la moneda acuñada por Tarkovsky e Ingmar Bergman (a su vez hijos cinematográficos de Proust, Sartre y Heidegger), el cineasta más curtido de la contracultura que surgiera en el cine norteamericano de los años 70 aborda las grandes cuestiones existencialistas (quiénes, adónde y, sobre todo, para qué) con una fluidez y mesura en las antípodas del engolamiento y la grandilocuencia que, con mayor o menor suerte y criterio, han vertebrado el pensamiento y arte humanistas a lo largo del último siglo. Si Bergman o Dumont recurren a dilatados silencios fílmicos como expresión de la inasible condición del ser, Linklater deja la especulación a un lado y vertebra su somero discurso a través de elipsis que median entre diferentes momentos vitales, retratados a partir de vivencias concretas, cuya puesta en escena tiene más de funcional e ilustrativo que de ansias de trascendencia, porque la vida es la suma de una continua sucesión de momentos y la naturaleza limitada de la narración exige esta contención. Con la ductilidad y el respeto a la diversidad como única regla a seguir en lo pedagógico y en lo vital, “Boyhood” incide sobre la fugacidad del tiempo (y, con magistral puntería, sobre el carácter fortuito de las grandes decisiones personales) desde un prisma positivista que sustituye el manido enfoque nostálgico, pesimista y autocontemplativo por una asertiva asunción del carácter efímero de la existencia, en la que lo que importa no es tanto el punto de llegada (si lo hay), sino el camino que construimos al andar, un estado de permanente evolución en el que cada sujeto conserva su ADN hasta el fin. Porque cada final es también un inicio y, como hacen Mason y su nueva compañera universitaria en el plano que cierra la película, la felicidad consiste en mirar al frente.

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